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Estrella Gil García
30/09/2023 14:34Categoría:Madres con hijos o hijas con enfermedades o necesidades especialesDicen que cuando libras una batalla contra la muerte nada más nacer, estás destinada a hacer algo especial. No sé si esto es verdad, no sé si eso es una carga o una bendición pero todo esto lo sé ahora con mis cuarenta y cinco años y un montón de batallas a mis espaldas.
Tengo parálisis cerebral por una mala praxis en mi nacimiento. Esta frase la digo o escribo en contadas ocasiones como una cantinela aprendida para que las personas se ubiquen. Aunque realmente, las personas más importantes en mi vida no han necesitado escucharla. Pero es innegable que mi discapacidad ha afectado y moldeado mi vida. Cada decisión que tomas en la vida, buena o mala, viene condicionada, en parte, por tus capacidades a fin de cuentas.
La infancia es una etapa en la vida que empieza a marcar el camino que vas a tomar. Nací en 1978, mis padres se empeñaron en integrarme en una escuela de barrio, delante de mi casa. No tenía sentido llevarme a un colegio especial cuando mi coeficiente intelectual era normal. No podía andar sin ir de la mano de alguien. Jamás se planteó que utilizara un andador, jamás se planteó poner un ascensor en el colegio. Me subía y bajaba mi madre de la mano. Un curso, a una profesora se le ocurrió la magnifica idea integradora de crear ”el cargo de Estrella” como el cargo de borrar la pizarra. Consistía en un listado de los niños de mi clase por parejas para acompañarme a bajar las escaleras. Sólo ahora veo la absoluta temeridad que eso suponía. No hace falta decir que esto mermó más si cabe las posibilidades de integrarme con mis compañeros. Cuando me quejaba que en el patio estaba sola, los profesores me explicaban que mis compañeros debían jugar.
Jamás se me explicó que esto fuera para siempre. Yo entraba en quirófano para mejorar y poder andar, así de fácil. Solo era cuestión de tiempo, tiempo de gimnasia, de fisioterapia, de andar apoyada a las paredes hasta el agotamiento por que el objetivo era andar como Clara en la serie de Heidi. No había tiempo de juego, de salir, de vivir, Eso ya vendría después, cuando andara sola.
Después de cuatro operaciones, empecé el instituto, también en mi barrio. Mi madre me llevaba de la mano y en la otra, la cartera. En el instituto había un hueco destinado a poner un ascensor pero cuando se planteó eso o la posibilidad de poner barandillas a ambos lados de la escalera, se optó por esto último, dándome la opción de quedarme en clase a la hora del patio cuando estaba prohibido para los demás. Aun así, yo bajaba y subía las escaleras y estaba en el patio con mi bastón. Sorprendentemente, sin la injerencia del profesorado, pronto tuve un grupito de amigas y para los chicos dejé de ser invisible. Aunque, eso sí, solo en la categoría de amiga.
En la facultad que elegí había rampa en la entrada y un ascensor, así que mi seguridad física aumentó considerablemente a pesar de solo utilizar un bastón. Allí descubrí internet. Presentarme ante el mundo con mi personalidad antes que mi discapacidad que saltaba a la vista, cambió mi vida. Yo no salía, no iba a discotecas. Todo eran escaleras y barreras y las pocas veces que salía iba con mi hermana de la mano ¿Quién puede ligar así? Pero los chats de internet me ofrecieron un entorno seguro para ser yo misma. En la vida real seguía siendo invisible para los chicos aunque ya tenía mi grupo de amigas. Así que los chicos aparecieron por el ciberespacio. Después de besar varios sapos que desaparecen al conocer mi discapacidad, llegó mi príncipe. Él se quedó cuando le conté mis problemas de movilidad. Quedamos y yo me subí a su coche con mi simple bastón. Una locura ¿no? Después de esa cita, seguimos chateando a diario y enviándonos e-mails. Nos enamoramos. Seis años después, nos íbamos a vivir juntos a un piso y una ciudad donde sí pude utilizar el andador con naturalidad y cuatro años después decidimos ser padres. No había referencias sobre embarazos de mujeres con parálisis cerebral, así que creé un blog para encontrar soporte moral.
Fue una decisión muy meditada y después de consultar a dos ginecólogos. Yo utilizaba ya silla de ruedas electrónica para poder ir a trabajar, comprar y ser independiente. Garantizar la seguridad durante el embarazo la hacía indispensable. Fue una sensación maravillosa y agotadora estar embarazada cuarenta y dos semanas (si, mi hijo no tenía ninguna prisa por salir). Portear y amamantar a mi hijo fue una decisión natural, visceral que hizo que utilizara la silla electrónica diariamente. Esto me volvió a enfrentar con mis padres, que no entendían nuestra crianza de apego. Mi marido también porteaba a nuestro hijo.
Mi hijo empezó P3 y yo, como otras madres, ayudaba ocasionalmente a la tutora a repartir almuerzos o a poner chaquetas para salir al patio. Era muy sorprendente para mí que compañeros de mi hijo me pidieran ayuda para ponerse la chaqueta. Ellos aún no veían a una mujer con discapacidad en mí. Veían a la madre de su compañero que les podía ayudar como cualquier otra. Todo iba sobre ruedas.
Pero la vida, a veces, te hace pasar varias veces por el mismo camino, retorciéndolo aún más. Mi hijo no avanzaba como debía, tenía rabietas constantes y todo era muy complicado en el día a día ya que tenía muy poco vocabulario. El psicólogo de atención temprana le diagnosticó autismo. En teoría, debería haber aceptado este nuevo revés de la vida con más naturalidad, conocía de memoria los pasos burocráticos para gestionar una discapacidad pero ¿la discapacidad de mi hijo? La vida no puede ser tan cabrona. O sí. Primera fase del duelo hasta llegar a la aceptación. Un periodo confuso donde oyes y atiendes a voces que te dicen que tu hijo está sano, que solo es un niño índigo, que si MMS, que si todo es mentira. Mi único referente del autismo era Rayman y mi hijo era el señor abracitos. Es muy fácil caer en engaños cuando no entiendes lo que está pasando. Afortunadamente, apostamos por la terapia conductual, nuestra casa se llenó de pictogramas, de agendas, de anticipación y todo fue mejorando lentamente.
La vida social de mi hijo cayó en picado, dejaron de invitarle a cumpleaños. Treinta años después, se repetía la misma historia. Mi hijo adquirió lenguaje con normalidad y todo iba muy despacito… Nuestra semana estaba llena de extra escolares de psicólogos y logopedas y yo le acompañaba en mi silla. Estar todo el día en la silla no favorecía mi estado físico pero era imposible delegar. Todo iba mejorando muy poquito a poco. Cuando mi hijo tenía seis años me hablaron de la posibilidad de darle medicación. Me negué en redondo. Me estaba dejando la vida y el sueldo en terapias para evitar la medicación, así lo veía entonces. Mi hijo llevaba dos años en logopedia y no era capaz de leer dos fonemas juntos aunque ya hablaba por los codos. Un día me preguntó si era tonto. Ahí vi la luz, no podía permitir que pensara eso. Le expliqué que tenía autismo mediante el cuento El cazo de Lorenzo y pedí hora con el neuropediatra. No esperaba que este me extendiera la receta de una medicación para mi hijo.
Con todo el dolor del mundo, le di la medicación por primera vez un sábado para estudiar su reacción. Salimos al parque, se le veía feliz pero no aleteaba como siempre, a la hora de comer no se levantó de la mesa y esa misma tarde me recitó los números del uno al cien como si lo hubiera hecho toda la vida. Al mes, ya leía como todos sus compañeros. Empecé a ir a reuniones del colegio para escuchar buenas noticias en vez de salir temblando de ellas.
Los seis años de primaría y las extra escolares de psicología y logopedia absorbían casi todo mi tiempo y energía. Ahora que está en la ESO con muy buena actitud y calificaciones vuelvo a tener tiempo para mí. He vuelto a hacer gimnasia, a cuidarme, a mimar mi cuerpo que ya me juega malas pasadas. Pero no imagino otra manera de vivir la maternidad que no sea el apego y la dedicación plena.
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