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Aurora Padrino Davia
20/09/2023 17:28Categoría:Madres con hijos o hijas con enfermedades o necesidades especialesEllas cuentan. Que fácil es pedirlo y qué difícil es hacerlo. ¿Contar qué? Tengo la sensación de que nadie quiere oír mi realidad y no es por falta de interés, se que hay mucha gente que se preocupa por nosotras, pero lo que quieren oír es que mi bebé está bien, que yo estoy bien y eso, aunque lo digo frecuentemente, no es verdad y nunca lo va a ser.
Dedicar un tiempo a ordenar mis pensamientos se traduce automáticamente en un mar de lágrimas. Después de un año de terapia psicológica ahora casi soy capaz de contarle a mis compañeros de trabajo por qué falto a menudo, cosa que no pude hacer el curso pasado, y casi siempre consigo terminar las frases. Es un gran triunfo para mí.
Quizá sería mejor comenzar por el principio, aunque establecer un principio ya me resulta complejo. Podría empezar por mis dos embarazos previos, uno de ellos fue una trisomía con malformaciones incompatibles con la vida que tuve que interrumpir y el otro, un embarazo ectópico. Son pocas palabras que llevan encerrado una cantidad de dolor indescriptible, con una carga de culpa asociada e irracional muy difícil de gestionar y a la que hay que sumar el tabú social sobre estos temas. Para colmo, trabajo con niños, y ver sus caras sonrientes, o a mujeres embarazadas o a familias andando por la calle me rompía, me destrozaba. No se puede saber lo que se siente hasta que no se vive, es un tópico, lo se, pero no encuentro las palabras. También es cierto que escribo esto secándome las lágrimas a cada palabra y eso no me deja pensar con claridad, pero no tengo otra manera de contarlo.
No empezaré por aquí porque es demasiado grande y no se trata de escribir una novela.
Otro comienzo podría ser mi tercer embarazo, y el único que llegó a término. Con los antecedentes previos os podéis imaginar el grado de tensión y miedo en el que me vi inmersa, y eso me generó problemas de autoestima, problemas con mi pareja... Yo, que siempre he sido tan alegre, tan optimista, con tanta alegría por vivir y tan desenfadada, pero mejor optaré por el momento en el que nació mi hija.
Algo no iba bien desde el principio. Sus constantes vitales disminuían y luego se estabilizaban y así durante horas. Tras una larga noche de amenaza de cesárea, finalmente nació por medios naturales y tenía la cara más bonita que jamás había visto. Era perfecta, parecía una ardillita con esos ojos tan negros. Yo gritaba de felicidad, no me podía creer que después de tanto sufrimiento por fin estuviera allí. Pasamos la tarde con ella y la noche. Era una maravilla, por fin abrazábamos a nuestra hija. Por la mañana pasó una enfermera y le pareció que la respiración era anormal. Nosotros no nos dimos cuenta, la verdad, y no sabéis cuánto me duele. Se la llevó a hacerle unas pruebas y no volvía. Pasó mucho tiempo y nadie nos decía nada, casi una hora que se nos hizo un mundo. Estábamos muy nerviosos. La gente nos pedía fotos de la niña y nos llamaban (aún había protocolo covid y nadie podía entrar al hospital) y nosotros no contestábamos. No sabíamos qué decir. Conseguimos averiguar que estaba en la UCI. No nos lo creíamos. Dijeron que vendría un celador a acompañarnos. Eso no pasó. Nos fuimos por nuestro propio pie, yo recién parida y con el pijama manchado de sangre. Solo ella estaba en la UCI de neonatos, llena de cables, llorando desconsoladamente. Roja como un tomate a punto de explotar. Creí que me moría. Más que creerlo, lo quería. Quería morirme. No podíamos cogerla, nadie nos explicaba nada. Esas horas ya no las recuerdo con claridad. Sí que alguien nos contó que no sabían qué pasaba, que tenía acidosis y que podría ser algo de la leche, de momento estaba sin comer. Solo recuerdo el dolor, el llanto, la desesperación, la culpa. Pensábamos que era por algo que habíamos hecho mal. Yo pensaba que era culpa de toda la ansiedad que pasé en el embarazo. Cazábamos palabras sueltas de los doctores y nos lanzábamos a la búsqueda de respuestas en google. Solo conseguíamos más drama. Yo de verdad pensaba que la niña no iba a sobrevivir. Me dieron un sacaleches y allí, muerta por dentro intenté sacar algo para mi hija sin tener ni idea ni de cómo hacerlo ni casi ni por qué. Empezaron a dejarnos cogerla unos minutos al día, bajo supervisión. Ni siquiera podíamos sacarla sin ayuda de la de cables que tenía entre la sonda, los electrodos de la cabeza, los del pecho y yo que se cuantos más. Tuvieron que raparle el pelo a cachos como si fuera un perro sarnoso para poder pegarle los electrodos. Llegó el momento del traslado de hospital. Aún sin tenerlo claro, decidieron cambiarnos a otro especializado en enfermedades metabólicas, ya que esa era la sospecha. Por suerte, me permitieron viajar con ella en la ambulancia. Cruzamos todo el hospital con los enfermeros de la ambulancia vestidos de colores fluorescentes para que todo el mundo nos viera bien. Para llegar a la puerta cruzamos salas de espera, boxes, consultas y poco faltó para que cruzáramos la cafetería, y yo iba escuchando por el camino: “mira, es un bebé”. Me sentía muy desgraciada.
Llegamos a la nueva UCI, al menos ya no estaba sola, había otros seis niños. Mal de muchos, consuelo de tontos dicen. Bendita tonta de mí, al menos me sentía acompañada. Dormía con ella todas las noches en un sillón separada de los demás niños por una cortina. Era tan feliz de poder abrazarla que era el mejor momento del día, aunque me rompiera el cuello y me despertaran los pulsis, los llantos y demás ruidos nocturnos de una UCI de neonatos. Además, había más familias y coincidíamos en la sala de padres comiendo cualquier basura a deshora. Eso estaba bien, veía el mismo dolor en sus ojos que yo sentía, y apenas hablábamos de lo que ocurría porque no teníamos fuerzas, pero nos apoyábamos.
Poco a poco la acidosis se fue regulando. Le quitaron la sonda, empezaron a darle leche. Primero leche de soja, luego otra más rara aún y por último, resulta que sí que podía tomar leche materna. A los 20 días pudimos llevárnosla a casa, con mucha medicación pero preventiva. Habían descartado todo, sólo quedaba saber el resultado de la prueba genética para terminar de quedarnos tranquilos. Probablemente había sido una mala adaptación a la vida.
Por fin la niña estaba bien, y era sonriente, alegre, dormilona… Lo de darle el pecho fue imposible, no se enganchaba, por más que yo lo intenté, pero el capítulo de la dictadura de la leche materna me lo voy a ahorrar. Fuimos a consulta rutinaria. Habían llegado los resultados y nos cayó la bomba. Era una enfermedad mitocondrial, muy rara y con pronóstico incierto.
Nos dieron un folleto sobre una fundación que podría ayudarnos y sobre una asociación de enfermos mitocondriales. Lo primero que recuerdo leer fue “degenerativa y altamente incapacitante”. Esas palabras se quedaron meses rondando mi cabeza. Nos recomendaron ir a la trabajadora social, que nos invitó a solicitar la discapacidad y la dependencia, y atención temprana, y el CUME y un montón de cosas más que no hicimos. No estábamos preparados. ¡Era sólo un bebé! ¿Cómo que discapacidad? Eso era solo una de las posibilidades. La niña fue creciendo con normalidad, y cumpliendo los hitos de cada más, para nuestra tranquilidad, hasta que no.
Al cumplir un año se estancó. No hablaba ( y sigue sin hacerlo) no anda (y sigue sin hacerlo). No se levanta sola, no nos imita, no saluda, no señala, no y no y no y mil veces no a todas esas preguntas que nos hacen una y otra vez en las consultas de rehabilitación, en el crecovi y un largo etcétera. Voy a comprarme una camiseta que diga “a todo no” para la próxima revisión.
Ahí si hicimos algo, buscamos ayuda y la encontramos, sobretodo por parte de una fundación, y más tarde, del hospital. La llevamos a terapia 5 días a la semana, 4 de ellos a una hora en coche de nuestra casa. La niña avanza, pero a su ritmo, aún tengo que seguir contestando que no a todo y el leve retraso madurativo se transformó en discapacidad con un carnet que llegó a casa hace un mes y que yo sentí como una de esas bandas que ponían a los judíos en el brazo.
La suerte es que ella es feliz. Sigue siendo muy alegre, le encanta la gente, le encanta jugar y tiene la sonrisa más bonita que se pueda imaginar, y es por eso que me levanto por las mañanas y sigo teniendo ganas de existir.
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